Con el amor bastaba by Máximo Huerta

Con el amor bastaba by Máximo Huerta

autor:Máximo Huerta [Huerta, Máximo]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 978-84-08-22729-8
editor: 2021
publicado: 2020-04-14T16:00:00+00:00


Desde que llegamos, Aix había sido un respiradero. Tres náufragos en una isla de adoquines, con mercados al aire libre y un desorden que lo hacía todo mágico.

A veces mamá se embarcaba en proyectos disparatados. Y yo la seguía con un entusiasmo sorprendente. Montó un puesto de flores en la plaza del Ayuntamiento, no duró nada, menos que las flores. Luego se apuntó a clases para hacer dulces. Fue un peligro. La hornera no quería imaginación en el diseño y a mi madre le dio por hacer corazones con los aburridos calissons, unos dulces de pasta de almendras y fruta escarchada que son la especialidad de Aix.

Cuando llegamos a casa una tarde, la pared de la cocina era un tapiz de fotos. Mamá había vaciado los álbumes y las cajas de recuerdos y las había pegado todas frente al sofá.

—Todo arreglado, amores míos. He tirado las carpetas, ¡así tenemos más espacio! ¡Qué mejor que verlas puestas, parece un museo! —dijo mientras remataba con una chincheta el espantoso pícnic de la comunión.

—Esa no, esa nooo… —le repetía Aris, que en realidad era un anuncio de «ya me encargo luego yo de esconderla».

Yo también la odiaba, pero me entró tanta risa al escuchar a mamá:

—Así sabrás que al pasado no se puede regresar. Ahí se queda.

Y clavó la chincheta.

Después se propuso pintar el piso de «amarillo sol», como su nombre, así lo dijo. Pero a eso nos negamos. Durante semanas nuestra casa fue un local de muestras, iba pintando trocitos del pasillo para ver con qué tonalidad se quedaba. Y se quedó con todas. Decidió que las muestras eran mucho más alegres que un solo color. A cada pincelada, Aris le hacía entrar en razón, pero ella se comportaba con la mayor naturalidad y le respondía:

—La madre soy yo.

Desde luego, aquello era su felicidad.

—¿Que por qué es feliz, dices?

Aris asintió mientras apagaba la luz.

—No lo sé.

Aquella noche, en nuestra habitación, mientras contemplaba la luz de la luna reflejada en las tejas húmedas de Aix, me pregunté por qué éramos dichosos. ¿Y si tenía que ver con el agua que bebíamos o las almendras molidas? ¿Era por vivir en un palomar tan cerca del cielo, tan lejos del suelo? ¿El jabón de lavanda que nos dejaba la piel seca, pero olíamos a campo? ¿Los tíos más locos que había conocido en mi vida? ¿El caramelo pegajoso de tofe?

Nadie conoce el secreto de la alegría. Sucede.

Esa mezcla de despreocupación, de suerte y ausencia de dolor. Un accidente.

Fueron años de dicha, mucha, pero no nos dábamos cuenta. O sí, pero de la misma manera que vamos al médico por un dolor, no hay notario que vaya dando fe de la felicidad.

Por la mañana intenté sonsacarle alguna pista sobre la felicidad. Solo se me ocurrió una cosa.

—Mamá…

—¿Qué, Elio?

—¿Puedo ponerme tu reloj?

—¿Para qué lo quieres?

—Pues para la hora. Como tú no te lo pones...

—No me hace falta. Me molesta.

—Y entonces…, ¿puedo usarlo yo?

—Sí, claro. Pero… Basta con levantar la vista, escuchar el estómago y mirar el campanario —dijo ella como respuesta—.



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